Un grito al colectivo para co-construir la seguridad ciudadana en Centroamérica

30/07/2022
Linda Amézquita Mendoza
Guatemalteca. Arquitecta, columnista en medios digitales y activista por la prevención de la violencia.

Nací de golpe. Mi madre a sus 29 años, mientras terminaba su etapa de gestación, decidió entrar al mar y una ola pegó en su vientre. A los 6 días, ella notó que yo estaba muy quieta, yo no me movía y eso llamó su atención. Menos de 24 horas después vine al mundo, unas semanas adelantadas, pero nada para preocuparse. Vine al mundo abruptamente, pero aun así tuve los cuidados médicos necesarios para poder sobrevivir y tenerme aquí, treinta y dos años después. Esto me hace reflexionar que no hay persona en Guatemala que no haya vivido violencia en su vida. Quiero contarles más sobre mi vida, la violencia intencional en Centroamérica y la responsabilidad que considero tenemos las personas que nos hemos desarrollado en mejores condiciones.

Cuando era niña no sabía medir el tiempo con claridad. Sabía que habían ciertos días en los que debía levantarme antes de que saliera el sol y arreglarme para tomar un bus que luego, cuando el sol ya había salido, me dejaba en el colegio. Esos días, mis amigas de la colonia llegaban a jugar conmigo por las tardes. Había otros días, donde visitábamos a los abuelos paternos y maternos. También recuerdo días que pasábamos acostados viendo televisión, toda la familia en la misma cama mirando la serie Los años maravillosos. También logré participar una vez en la cruzada en bicicleta, de casi 4 kilómetros, desde nuestro hogar hasta la casa de los abuelos paternos. Esos sí que fueron maravillosos años.

Cuando tenía un poco más de 6 años, en uno de esos días de ir al colegio, me gustaba esperar a mi papá fingiendo que dormía, pero en realidad siempre esperaba su beso de buenas noches. Escuché fuegos artificiales y la bocina del carro de mi papá. Mi madre salió apurada y me dijo que me quedara en la cama. A los minutos llegó una vecina a decirnos que “todo estaría bien” y todo cambió. De repente, ya no vivíamos en aquel hogar, nos mudamos a casa de mis abuelitos maternos y ya no mirábamos a mi mamá. Mis tías y abuelos maternos se encargaban de alistarnos para ir a estudiar.

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Ya no hubo día de visitas a los abuelos paternos, ya no hubo más relación con mis amigas de la colonia, ni más mañanas de ver la serie y tampoco más viajes en bicicleta. Lo que en realidad pasó fue que esos “fuegos artificiales” eran disparos dirigidos a mi padre. Cuando mi madre salió de prisa a ver lo que había sucedido, mi padre yacía en el piso, ningún vecino le ayudó. Ella con todas sus fuerzas subió a mi padre a la camionetilla y con poca experiencia para manejar, logró llevarlo al hospital más cercano. Él estuvo convaleciente por algunos días, su situación médica era grave ya que las balas tocaron órganos vitales. Después de escuchar, por parte de mi madre, la promesa de que ella cuidaría de nosotros, él murió.

Tal como lo indican las estadísticas del Instituto Igarapé (2019), la tasa promedio de homicidios en Centroamérica de 2019 es de 24 homicidios por cada 100 mil habitantes, equivalente a casi 12 mil fallecidos, que se perpetran con arma de fuego; la mayoría de las víctimas son hombres, es decir un 88.45%.

A su vez, el Instituto Igarapé estimó en 2014 que Centroamérica importó más de 26, 975 000 dólares en armas. Demasiadas armas en la región, justo el mismo medio con el que mataron a mi padre. En diferentes espacios donde he contado mi historia, muchos jóvenes me cuentan que hasta han tenido que mover cadáveres para poder abrir la puerta y salir de sus casas, así es cómo empezamos a normalizar la violencia. Porque nos toca vivirla incluso dentro o enfrente del hogar. No saben el miedo que provoca el exterior, la calle o lo desconocido.

Luego de la muerte de mi padre, comencé a vivir una orfandad “falsa”, no tenía a mi padre, ni a mi madre. Quiero exponer el efecto psicológico de los hogares monoparentales durante la niñez y la adolescencia. Ella pasó de un día a otro a liderar sola un hogar que había planeado en pareja, trabajaba durísimo para poder dar sustento a 3 niños y 1 niña que conforme crecían, demandaban más.

Un estudio del Instituto Nacional de Estadística Guatemala (INE, 2019) con datos del censo 2018 en Guatemala, estimó que, al igual que mi hogar, el 24.3% de las familias son encabezadas por mujeres (796,051 jefas de hogar). Mi madre, con apoyo de la familia, contrató el servicio de seguridad privada para que nos sintiéramos “más seguros” al estar de nuevo en nuestro hogar. Si yo quería ir a la tienda o, ir a la librería o a la panadería, siempre me acompañaba un policía con escopeta. A otras niñas y niños, les recogían en la parada sus madres, ¿a nosotros? ¡El policía con su escopeta! Perdimos la libertad de disfrutar la calle, en aquella casa, en la casa de mis abuelos y a donde fuéramos.

¿Cómo no tener miedo si nunca se supo nada de los responsables materiales e intelectuales del homicidio de mi padre? Para 2005, se estimó que los asesinos en Guatemala tenían apenas 2% posibilidad de ser condenados (UNDOC, 2007).

¿Cómo no tener miedo si fue frente a la zona más segura: el hogar. ¿Cómo no tener miedo si eso rompió con el tejido social a nivel de niñas, a nivel de vecinos y a nivel de comunidad? La desconfianza aumentó. Todos empezaron a ver cómo se iban del lugar y algunos emigraron a Estados Unidos. Nosotros, después de 10 años logramos mudarnos a la ciudad, a una casa con control de ingreso y seguridad privada. Entre enero de 2012 y mayo de 2017, el 71.33% de los emigrantes del Triángulo Norte de Centroamérica que dejaron su país de origen y se refugiaron en México, lo hicieron huyendo de la violencia generalizada y la delincuencia; y a su vez, 71.23% de los solicitantes de refugio en México huyeron por extorsión y hostigamiento (ACNUR, 2017, p. 99).

Existen otras violencias que están dadas por el contexto social, en mi caso definirme “mujer” en una sociedad machista fue difícil. Se da desde la niñez, me asignaban a los peores roles en los juegos. Cuando empecé a ver el crecimiento de mis pechos, los odié, sentí asco y busqué los tops que más me apretaban para disimular su crecimiento. Además, pasé alrededor de 3 semanas llorando cuando me vino la menstruación, lo sentí como un castigo. ¿Por qué tenía que haber nacido mujer? ¿Por qué no me preguntaron? Yo no quería que se me limitará a labores del hogar y tampoco quería ser débil. Mi madre no fomentaba esas ideas, pero así me sentía. Un par de décadas después sané estas heridas y reconstruí aquel momento, agradeciendo haber nacido mujer y eliminé esas ideas machistas que asimilé.

Las violencias también se dan en espacios educativos. Yo soy friolenta y me llevaba mi suéter azul de deportes, con el uniforme rojo de diario, al colegio en primero de primaria. La coordinadora me gritaba que tenía que cumplir con el uniforme como era, no mezclarlo. Se me ocurrió llevar el rojo frente a ella y cambiar al azul cuando ya no me miraba. Así dejó de gritarme. Nunca me preguntó por qué lo hacía. Un día salí del baño, había dos “amigos” esperándome y de la nada uno me agarró los brazos por la espalda y otro me rascó con los nudillos hasta quemarme la cabeza. Me acosaban para que yo hiciera sus tareas y acepté.

Al llegar a casa, realizaba 3 tareas de cada asignación, con diferentes enfoques y letras para que nadie se diera cuenta. Esto duró poco, unas 2 semanas y con miedo por portar el suéter azul, le hablé a la coordinadora que me asustaba. No sé qué hizo porque no lo recuerdo, pero ese acoso escolar acabó. El 10% de estudiantes de sexto grado, cinco años mayores que yo cuando lo sufrí, afirmaban que sus compañeros les forzaban a hacer cosas que no querían en 2013, en promedio para Guatemala, Honduras, Nicaragua y Panamá (Trucco et al., 2017).

Ya en mi juventud me hice muy amiga de un joven del colegio. A mi mamá le agradaba mucho, así que me daba más permisos de los usuales, pero no me pregunten cómo de una amistad pasamos a una pseudo relación íntima e informal. De alguna forma, siempre me hacía sentir sin valor, fea y tonta. Cuando todo comenzó, me quedaba en su casa para hacer tareas, pero luego yo inventaba alguna excusa a mi madre para justificar prolongar mi estadía.

La verdad es que él no me dejaba salir, me retenía y yo trataba de escapar saltando por arriba o arrastrándome por debajo del portón sin éxito. Muchas veces tuve sexo para calmar su mal humor, pero yo no quería. Luego entendí que ese era un abuso sexual. Para cuando logré salir de esa relación tóxica, él me acosó por redes sociales. Tantos años después, me arrepiento de no haberlo denunciado por violencia psicológica, sexual, física, detención ilegal y más. Para 2019, se reportaron 29 mil 290 denuncias de violencia intrafamiliar o de pareja a la Policía Nacional Civil de Guatemala y 7 mil 161 casos de violencia intrafamiliar o de pareja imputados, según datos del Ministerio de Seguridad Pública en Costa Rica (PNUD y USAID, 2020).

Años después, aparte de las violencias que he contado y que como familia también vivimos, hemos sufrido muchas más. Por ejemplo, mi hermano tuvo un secuestro exprés, sufrimos intentos de extorsión y ladrones en moto les colocaron armas de fuego en la sien a mis familiares. Con todo lo que he contado no quiero decir que mi familia o yo seamos las peores historias; sin embargo, como lo demuestran los datos expuestos, somos una más de las mil historias que esta región recrea. Después de llenarme de dolor, odio, ira y enojo a través de un grito de transformación interior convertí esos sentimientos en amor, solidaridad, empatía y vocación de servicio.

Para superar toda la violencia expuesta hay que trabajar para construir la seguridad. Pero no cualquier tipo de seguridad, este concepto cambió a mediados del siglo pasado y básicamente postula que ya no será una seguridad centrada en el Estado, sino una seguridad centrada en los ciudadanos y donde su participación desde el sector privado, la academia y asociaciones comunitarias colaboran, tienen voz y voto en las acciones que se realizan en su espacio, con el objetivo de mejorar su calidad de vida, esta seguridad es conocida como Seguridad Ciudadana (Ruiz, 2018, p. 13).

En función de este nuevo concepto de seguridad, colaborando con mis amigos y hermanos de causa formamos un espacio donde la desesperación y el dolor nos unió, pero que al mismo tiempo nos sanó: Jóvenes Contra la Violencia. Esta organización que empezamos en Guatemala en 2009, en 2011 crece a El Salvador y Honduras y para 2012 ya estaba presente en toda Centroamérica.

Juntos hemos co-creado diversos procesos de formación ciudadana; encuentros regionales juveniles; desarrollado foros con actores a elección popular; propiciado diálogos ciudadanos para realizar priorización de temas y acciones a favor del país; presentado propuestas a actores de los 3 poderes del Estado y en Cumbres de Presidentes del Sistema de la Integración Centroamericana (SICA) para prevenir la violencia; fomentando las tecnologías cívicas para promover el reporte delictivo para la co-creación de mapas de violencia y otra plataforma para la decisión informada en elecciones; hemos gestionado recursos para la inversión de todo lo anterior y más. Ha sido un recorrido lleno de desafíos, pero lleno de recompensas expresadas en abrazos, sonrisas y abrazos de alegría por metas alcanzadas.

En la juventud hay un potencial increíble que no se aprovecha. No saben la cantidad de desplantes que he recibido al presentar proyectos, hacer propuestas

o brindar sugerencias a funcionarios; por ejemplo, para mejorar el servicio a la ciudadanía. Entendí que donde mi “familia de causa” y yo mirábamos oportunidades, ellos sólo miraban a “un grupo de jóvenes sin sentido”. Así que después de finalizar la Licenciatura en Arquitectura, una profesión que adoro ejercer, decidí continuar mis estudios para profesionalizarme en seguridad ciudadana.

Estoy por concluir la maestría en Administración Pública y Liderazgo de la Escuela de Gobierno en Guatemala; además, estoy cursando mi segundo diplomado relacionado a la seguridad ciudadana en la Universidad de Nueva York. Lo que me acerca más a mi sueño de trabajar en el Ministerio de Gobernación, que en Guatemala tiene a su cargo la Seguridad Ciudadana, o donde la vida defina que yo pueda servir mejor a los demás.

Mi compromiso es entender cada día más a mi país y a la región, formarme permanentemente, continuar trabajando en lo comunitario-individual hasta el gobierno central y regional. Quiero impactar en la vida de las personas, aportar mi experiencia social, mi conocimiento técnico y servir para prevenir. Mi historia ha sido la energía principal para trabajar en prevenir las violencias desde sus diferentes manifestaciones, con el compromiso de evitar que más personas tengan historias iguales o peores que la mía y la de mi familia.

Espero que en 10 años se diga que la violencia se redujo gracias al aporte de los programas implementados con una lógica de abajo hacia arriba desde el gobierno local y central. Así que, desde donde sea en 10 o 20 años, voy a continuar trabajando incansablemente para hacer más pacífica la región y brindar oportunidades que las juventudes necesitan para desarrollarse.

Tal como lo indica el concepto de seguridad ciudadana, necesitamos de todos para cambiar esta realidad violenta. Si ya hemos avanzado con mi “familia de causa”, imaginen ¿qué podríamos hacer, si ese 35% de las personas que somos menores de 35 años (SICA, 2019) comprendemos qué ha traído a la región centroamericana hasta aquí y tomamos control de la narrativa para construir la región más pacífica del mundo?

Trabajo por una región, donde los Estados respetan los derechos humanos; donde el paradigma es la seguridad ciudadana; donde ya no hay más impunidad, donde los espacios comunitarios son representativos de su comunidad y escuchados para entender sus problemas de seguridad; donde la política pública es creada entre autoridades y ciudadanía; donde nunca más se detiene a alguien por ser joven, por portar tatuajes, por vestir de una forma, por su etnia, por su orientación sexual o por su color de piel; donde sin importar si estás en casa, en la calle, en la escuela o en una institución en cualquier lugar hay seguridad. Conozco a muchos jóvenes de la región trabajando por esta meta y no tengo duda que ya estamos avanzando. ¿Te unes?

Referencias:

Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). (2017). ENPORE 2017. Encuesta sobre la Población Refugiada en México. https:// www.acnur.org/5ddff2ca4.pdf

Instituto Nacional de Estadística (INE). (2019). Resultados del XII Censo Nacional de Población y VII de Vivienda. pp. 72 - 75. https://censopoblacion.gt/ archivos/resultados_censo2018.pdf

Instituto Igarapé. (2014). Mapping Armas Data. http://nisatapps.prio.org/ armsglobe/index.php

Instituto Igarapé. (2019). Observatorio de homicidios. https://homicide. igarape.org.br/

Oficina contra la Droga y el Delito de Naciones Unidas (UNDOC). (2007). Crimen y desarrollo en Centroamérica. Atrapados en una encrucijada. ISBN 978-92-1-030038-4. https://www.unodc.org/documents/data-and-analysis/ Central-america-study-es.pdf

PNUD y USAID. (Agosto, 2020). Análisis sobre la situación de violencia y seguridad ciudadana primer semestre 2020. https://drive.google.com/file/ d/1E0xs1fbwbc_sP1vwB-kr37b_-vVZZc9h/view?usp=sharing

Trucco, D; Inostroza, P. (2017). Las violencias en el espacio escolar. CEPAL y UNICEF. https://repositorio.cepal.org/bitstream/handle/11362/41068/4/ S1700122_es.pdf

Sistema de Integración Centroamericana (SICA). (2019). SICA joven. https:// www.sica.int/foros/sicajoven/inici

Ruiz, J. (2018). Líderes para la Gestión en Seguridad Ciudadana y Justicia. Módulo 1. Seguridad ciudadana como política pública. https://drive.google. com/file/d/1br8a0rQL51hhCtBmG5KvYrz5SEhghWfI/view?usp=sharing

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